miércoles, 14 de mayo de 2014

Sato, un amigo argentino (japonés)

A medida que avanza a mi formación gastronómica formal y semiformal (ya encontraré el tiempo de referirme a ella), vuelven a mi memoria toda clase de recuerdos de Caracas que me hacen sentir, de cierta forma, privilegiada y adelantada para la época.


Hoy comer sushi, aunque caro por los ingredientes o por la mano de obra que implica, no es extraño, ni siquiera impensable. La comida japonesa ha pasado a formar parte del paisaje gastronómico natural de las grandes ciudades latinoamericanas. Treinta o treinta y cinco años atrás, sin embargo, ese paisaje era otro.


El azar quiso que en la cátedra de Moderna II, de la facultad de Arquitectura donde daba clases mi papá, hubiera otro argentino y se hicieran amigos. Muy amigos. Papá decía que no era amigo de argentinos en el extranjero solo porque fueran argentinos: él solo tendría amistad con quienes sería amigo de haberse quedado en Argentina y Alberto Sato era una de esas personas. Me atrevería a afirmar que fue la familia que uno elige, con quien se pasa el Año Nuevo, con quien se comparten todos los momentos, buenos y malos.


Como familia, como amigos, compartíamos con Sato, un "argentino con cara de japonés" que hablaba con un rajadísimo acento argentino y por el que amigas suspiraban en secreto, muchas comidas. Creo que yo trataba de no perderme ninguna porque todo lo que hacía era sublime, misterioso, novedoso y perfecto. Además, yo adoraba verlo en su cocina perfectamente diseñada preparando los platos con entusiasmo. No sé si preparaba "sushi" o qué, sí era comida japonesa. No tengo presente haber visto los clásicos rolls ni el niguiri en su casa pero sí, sin embargo, que usaba algas. Las algas tenían un remoto origen, exótico: se las mandaba una tía de Japón. ¡Era tan lejos Japón en aquella época! No entendíamos cómo podían llegarle las encomiendas en un país donde no había mucha confianza en el correo.


Conocí el jenjibre, el nabo, el wasabi. Con ellos preparaba unas salsas que, nos decía, eran muy fáciles de hacer: solo había que rallarlas "y lo que no se come queda de este lado del rallo", nos explicaba. El picante del wasabi, afirmaba, es distinto al del chile porque se siente "arriba" y no en la lengua. ¡Y era tan cierto! Lo comprobábamos divertidos comiendo algo con cantidades enormes wasabi que nos dejaba sin respiración. ¡Y lo considerábamos un placer, sí! Eso sí, para que no perdiera el aroma, mientras esperábamos la comida había que guardar la pasta recién preparada con el platito hacia abajo.


Me pregunto si es por su formación de arquitecto, por su origen japonés o simplemente era un talento natural pero la estética de sus platos también quedó en mi memoria. El emplatado le surgía natural, los colores eran armónicos, la presentación ¡envidiable!


Yo adoraba una especie de bollitos cocidos al vapor rellenos con puré de caraotas (frijoles negros). Ese era mi plato preferido. Creo que nunca volví a comerlos tan ricos, ni siquiera en fiestas japonesas a las que he asistido.


Otra cualidad de Sato era la pasión por la preparación de los platos y la facilidad con la que hacía todo. Era hermoso verlo con los ojos brillantes, apasionados, siempre sonriendo, haciendo algo, y creo que todo quedaba más rico si lo preparaba él, aunque compartiera con nosotros el secreto que que la fondue la había preparado "de cajita, bien rapidito".


Querido amigo Sato, sinceramente, agradezco esos y muchos otros momentos compartidos en familia. Desde el Río de la Plata te mando un abrazo que cruza Los Andes y llega hasta el Pacífico.


P.D. Luego de publicada esta entrada, mi hermana me confirma que también ella tiene estos recuerdos y, además, fue el "Japo" quién nos enseñó a usar los dos palitos. Realmente, no sé cómo fue que omití escribir ese detalle.

miércoles, 2 de abril de 2014

Mi primera profesora, desatendida

De todos mis profesores de cocina, me falta hablar de la profesora más importante, la primera y, desafortunadamente, a la que menos caso le hice: mi mamá.


Es que debo haber hecho como hacen muchos hijos, que lo que dice la mamá no vale mucho, quizás por el contacto cotidiano que hace perder la percepción de la importancia de sus palabras.
Puede ser también que como no me interesaba la cocina, tampoco prestaba yo atención a lo que me explicaba sobre cualquier tema culinario.
Lo concreto es que he desperdiciado muchos años de enseñanza, en particular en cuanto a técnicas. ¡Ya mucho no puedo hacer!
Si alguien gusta de comer bien y rico, mi recomendación es que reuna méritos para que mi mamá lo invite a comer: es la mejor cocinera del mundo, estoy convencida de ello, aunque no sepa en qué preciso momento se transformó en eso, capaz que siempre lo fue. No la recuerdo cocinando cuando yo era una niña (simplemente NO RECUERDO, no escribí que no lo hiciera). Igual, mi memoria es mala y selectiva. Así, bien claro tengo los días que ella decidió que el pollo era genial y muy versátil y nos tuvo "meses" preparando pollo hervido con verduras que era primero sopa o puchero, luego blanco de pollo con mayonesa y vegetales, etc. Claro que es el recuerdo adolescente que tengo de esos pollos y quizás lo preparó tres veces seguida nada más y me resultó una eternidad.
Sin embargo, la imagen de ella preparando la mayonesa junto a mi papá es la pura representación del amor, de la pareja perfecta: sentados en una esquina de la mesada blanca, él iba dejando caer gota a gota el aceite, mientras ella hacía girar el tenedor, ambos en una perfecta sincronización. Un acto tan sencillo, tan amoroso y tan profundamente culinario: paciencia y movimientos precisos para lograr una mayonesa en su punto justo, sin duda mucho más rica que la comprada, con la ventaja del momento compartido entre él y ella.
Pastas amasadas a mano, risotto de hongos al dente, la sorprendente sopa mongolesa, el chupe de mariscos, la ensalada de endivias al roquefort o las empanadas son algunos de sus platos. Su cocina, su mano y sazón son geniales. Una vez, luego de un trabajo en el que papá ganó un buen dinero y quisieron, infructuosamente, salir a festejar, decidieron que saldría más barato y sería más rico vivir a langosta que prepararía mi mamá en casa y champán una semana entera. Así hicieron y fueron siete días de gastronomía de lujo (tan así que al volver a nuestra dieta "normal" nuestra perrita se negó durante varios días a comer porque se había acostumbrado a las sobras de langosta).
A mis padres les encantaba recibir en casa a sus amigos. Ausente mi papá desde hace años, mamá sigue abriendo su casa para la gente que quiere. Yo disfrutaba de esos momentos muchísimo porque la casa se llenaba de alegría, los amigos de mis padres tenían conversaciones muy interesantes (o más de una inolvidable pelea) y yo me sentía parte de un mundo muy especial y elevado. Hoy mis hijos adoran que la abuela los invite a su casa o que venga a casa trayendo algo rico.
Y capaz que no aprendí a cocinar de ella pero lo que rescato no es poco: aprendí que la mayonesa es fácil de hacer, me educó el paladar y me enseñó a abrir mi casa a los amigos.
"Escribe que algo queda", decía el político y periodista venezolano Kotepa Delgado. "Cocina que algo queda", le diría yo a Beatriz Moraña.
Mi mamá y sus amigos, seguro disfrutando algo rico que ella preparó.

viernes, 21 de marzo de 2014

Mi certificado de HarvardX en ciencia y cocina

¡Muy feliz! Muchísimo... acabo de recibir el certificado de HarvardX en ciencia y cocina.  Pueden pasar a verlo en Certificado de HarvardX de Clarisa Moraña. El curso en línea Science and Cooking: From Haute Cuisine to Soft Matter Science es ofrecido por HarvardX, una iniciativa sin fines de lucro creada por Harvard y el MIT y dictada a través de edX!).
En el curso participaron los chefs Ferran Adria (El Bulli), Dan Barber (Blue Hill), José Andrés (ThinkFoodGroup, Minibar), Carme Ruscalleda (Sant Pau), Joan Roca (El Celler de Can Roca), Bill Yoses (jefe de pastelería de la Casa Blanca), y grandes expertos en temas gastronómicos como Dan Souza (The American Test Kitchen), Dave Arnold (Cooking Issues), Enric Rovira, Carles Tejedor, Nandú Jubany, Joanne Chang, Wylie Dufresne, Ted Russin, Nathan Myhrvold (autor de Modernist Cuisine)... Todos ellos reconocidos por su talento y logros culinarios. Las clases fueron dadas dadar por los profesores de Harvard Michael Brenner (matemático), Pia Sörensen (química) y David Weitz (físico), todos ellos de la Escuela de Ingeniería y Ciencias Aplicadas de Harvard.  Harold McGee fue también otro de los profesores, y su obra On Food and Cooking (2004) fue usado como libro de texto del curso.

El objetivo fue subrayar los principios científicos generales subyacentes en la cocina y relacionarlos entre sí: los componentes de los alimentos, las moléculas que hay en ellos, los efectos de la temperatura, el peso, la masa... 
A partir de este curso la mayonesa para mí dejó de ser una simple mezcla de huevo y aceite y adquirió un nuevo significado, algo mucho más complejo. Entendí el porqué de algunos pasos en las recetas y porqué no es lo mismo proceder de una manera u otra. Aprendí a cuidar de las levaduras y de las bacterias. Supe, entre otras cosas, porqué se forma esa capita dura en el dulce de zapallo en almíbar o porqué se debe templar el chocolate.

Las charlas fueron muy amenas e instructivas, sin embargo, el material a estudiar era elevado para mis conocimientos en ciencia. Me vi obligada a pasar horas tratando de resolver complejos cálculos de molaridad, pH, energía, elasticidad, etc. (seguramente sencillos para científicos, algo que no soy). Algunos de los temas estudiados: temperatura y energía, transiciones de fase, elasticidad, difusión y esferificación, transferencia de calor, viscosidad y polímeros, emulsiones y espumas, horneado y fermentación.
Todas las semanas debía hacer un laboratorio y una tarea científico-gastronómica, que me llevaban horas, hasta días. Además, tuve que hace un proyecto final. Rompí huevos, medí temperaturas y tiempos de difusión, calculé porcentajes y elasticidad...
Lo importante: ¡aprendí un montón y disfruté lo que hice!
Medición de la difusión de un colorante en un huevo duro.





Ensayo con huevo cocido con el método sous vide a aprox. 63°C.




M


sábado, 1 de marzo de 2014

Adiós a la Escuela Superior de Cocina Alicia Berger

Es triste tener que despedirse de una institución que tanto ha dado. La noticia me tomó por sorpresa. Alicia Berger decidió cerrar las puertas de su Escuela Superior de Cocina. Me lo confirmó la propia Alicia. No pedí detalles pero no creo que haya sido una decisión fácil.


Quiero empezar agradeciendo a todos mis excelentes profesores. Cada día de clase aprendí de todos ellos. Lamento no poder completar los meses que me faltaban pero en mi vida hubo un antes y un después de pasar por la escuela. Aunque todavía me falta mucha, muchísima práctica, hoy soy capaz de diferenciar un plato bien hecho, de evaluar y de apreciar lo que me sirven. Ayer, por ejemplo, almorcé en el Hilton un pescado en mantequilla de salvia. Al llegar el mozo, apenas vi el plato fue como si mi profe Agustín estuviera acompañándome: noté todos los detalles en los que siempre insistió y que debemos tener en cuenta al emplatar, como una presentación llamativa, bien compuesta, equilibrada, armónica...

(yo sigo fallando mucho en la práctica —si Agustín y Maurice me leen sabrán que no exagero, pero les juro, profes, que me esfuerzo por mejorar). En la apreciación de la textura de la carne, perfectamente cocinada, estuvieron presentes Joaquín, Alicia y Graciela. Cada uno de ellos me enseñó algo que hoy recuerdo con respecto a los pescados. Y la mantequilla de salvia... ¡Ay! De haberla visto Maurice, sin duda la habría reprobado porque nuestras criticadas mantequillas del examen final por no tener un gusto decisivo estuvieron mucho mejores. Dos ingredientes maravillosos, mantequilla y salvia, presentes en el nombre del plato se habían perdido en algún lugar entre la cocina y nuestra mesa. En el plato no estaban. Día a día vivo situaciones parecidas (claro que no tan costosas como un almuerzo en el Hilton).

Lo he repetido aquí y lo seguiré haciendo: siempre que un experto y conocedor del ambiente gastronómico supo que yo estudiaba en la escuela de cocina de Alicia Berger manifestó una gran admiración, por la trayectoria y calidad de la formación que allí se impartía. El poco tiempo que estuve allí entendí y constaté a qué se referían. La ciudad de Buenos Aires pierde la escuela de cocina que formó a los cocineros más destacados del país, incluso a muchos de los que hoy tienen sus propias escuelas de cocina. Es una pérdida importante. Triste. Aunque aún dolida, doy gracias por haber tenido dado la oportunidad de estudiar allí.

Alicia Berger, Maurice Lacharme, Agustín Vergara y Joaquín Giani, ustedes son lo más: maravillosos profesores, maravillosos cocineros, maravillosas personas ¡Gracias, mil gracias! Mucha suerte en sus próximos emprendimientos (y si deciden volver, me avisan que todavía me falta mucho por aprender).

miércoles, 19 de febrero de 2014

Mi primer paseo por Doña Clara

Clara, hermoso nombre que siempre me hizo pensar en la hija de mi querida prima Victoria. La debe haber llamado "Clara" en honor a nuestra abuela y para no repetir su nombre, Clarisa, de quien también llevo su nombre (mi mamá asegura que no es por eso sino porque le gustaba "Clarisa". Igual, me encanta). Lo asocio con la familia, con seres queridos pero no con un bazar. Eso, hasta hace unos días.


No aficionada a las artes de la repostería, jamás presté atención al nombre Doña Clara hasta que llegué a la clase de Rosi Baiardi. Desde ese momento, la famosa casa de artículos para repostería en la calle Corrientes dejaría de ser desconocida para quien escribe. Lo primero que escuché fue: "Si no está en Doña Clara, no lo vas a conseguir en ningún lado".  No estoy en capacidad de afirmarlo ni negarlo pero lo cierto es que debía preparar zapallo en almíbar para un proyecto de estudio y necesitaba cal viva. Visité varias casas de repostería y en todas me miraron con cara de como queriendo decir ¿eh? ¿qué? ¿cal viva? ¿eh? ¡no! Lo siento. Hasta que por fin alguien me dijo: "Seguro que en Doña Clara tienen".


Tras un breve recorrido en subte, llegué al barrio de Once y me dirigí al bazar en cuestión. La vidriera, impresionante. El interior, también. Todos los artículos que uno se pueda imaginar están allí. Temorosa pedí la cal y, como si hubiera pedido un kilo de pan en una panadería, un amable vendedor me dio un paquetito y aclaró: "Rinde para tres kilos".


Luego, mientras estaba en la caja, otro señor algo mayor me pregunta con una sonrisa (se ve que notó mi cara de asombro): "¿Sabe cuántos artículos vendemos aquí?". Tratando de exagerar, respondí dos mil quinientos. Mi hija calculó 5000. "¡10.000 productos", afirmó orgulloso. Enseguida me pregunta si sabía cuántos años tenía la tienda. Eso lo supe responder porque acaba de ver un afiche que decía que había cumplido 50 años hace un par de años, casi mi edad. El señor siguió conversando afablemente conmigo, a pesar que era obvio que yo no era la gran clienta (de hecho, mi gasto en cal no alcanzaba a un dólar al precio oficial). Me hizo sentir especial como cliente, cosa que no es habitual en muchos negocios de Buenos Aires.
Cuando me despido, me avisa que pronto habrá unas clases de chocolatería, que por ahí me podrían interesar. "Sí, señor. Me interesa. Yo estoy estudiando cocina". "¿Donde? ¿En el IAG?" "No, señor. En lo de Alicia Berger." Y ahí otra vez la respuesta de aprobación: "Ah, ¡excelente! ¡Muy buen lugar! La señora Alicia suele venir a hacer compras por aquí."  (¿Sería cierto? Puede ser.)


Tan pronto me subí al subte para regresar a casa ya me había olvidado cuánto rendía el paquetito de cal. Llamé por teléfono para ver si me podían ayudar y la señora que me atendió, sin dudarlo, me confirmó lo que me afirmaba mi hija: "Señora, le rinde tres kilos".


La dirección de Doña Clara, si otro aprendiz como tiene curiosidad por conocer la tienda o algún turista le interesa visitarla, es: Avenida Corrientes 2561, Ciudad de Buenos Aires.

viernes, 7 de febrero de 2014

Estudiar en la Escuela Superior de Cocina Alicia Berger


Estudio en la Escuela Superior de Cocina Alicia Berger. Lo escribo con orgullo y tengo motivos para ello. Empecé caso a mitad del año 2013 y debo ahora terminar la primera parte.  Cuento con ansias los días que faltan para que comiencen las clases porque es un verdadero placer estar allí. Placer porque aprendo, placer porque veo que quieren enseñarme, placer porque no me siento un número ni un cliente ni un ser inferior. Placer porque estoy en un lugar donde los profesores saben, tienen pasión por la cocina, quieren enseñar y quieren que aprendas, no demostrar cuán arriba estén de uno (cosa que sí sucedía en otro lugar donde estuve).

Cuando comencé mi investigación sobre dónde podría estudiar cocina con seriedad acudí, lógicamente, a Internet. La búsqueda me remitió unos cuántos sitios de escuelas, casi todos con enorme inversión publicitaria en Internet, y me dirigí a una de las que tenía más referencias y que la gente repetía como loro "es la mejor". Me anoté, me recibieron con los brazos abiertos. Sin embargo, la experiencia fue nefasta y abandoné.

Llegué a la escuela de cocina de Alicia Berger de pura casualidad: pasé caminando frente a la sede, toqué el timbre, pedí información y al día siguiente me inscribí. Nunca había charlado con nadie de mi interés por estudiar cocina profesional, de modo que ninguna referencia tenía. Pronto comencé a tener indicios de que había elegido un excelente lugar. Primero, mi decisión fue elogiada por una maestra pastelera muy prestigiosa en Argentina. “¡Ahí estudié yo. Alicia fue mi primera profesora!”, me mandó a decir. Esta persona no fue la única. A partir de allí, varios conocidos que sí conocen del tema me felicitaron  y mucho: “¿Con Alicia, guau? ¡Te felicito!”, dijo una experta panadera con un tono de voz que manifestaba gran respeto. "¿En lo de Alicia Berger? ¡Palabras mayores!”, me escribió una colega conocida y también dedicada a la crítica gastronómica. “Caramba, los que saben me dicen que este lugar es bueno”, pensé. La cosa lucía bien.

La carrera intensiva dura un año. El ritmo de las clases es fuerte, realmente intenso. Casi tres horas por día, tres días a la semana. La estructuración de las clases por temas me pareció muy bien armada. Tuve como profesores a todos los docentes de la escuela y solo tengo elogios. Saben de cocina y saben enseñar, sin pedantería ni arrogancia. Mi profesor principal fue Agustín. Simpatiquísimo, alegre y lleno de energía y conocimientos. Entre sus muchas cualidades, me gusta de él que se adelanta a los errores que podemos cometer y destaco sus clases, descontracturadas y ágiles, aunque es mejor no perderse ni una palabra de lo que dice.

También tuve a Alicia Berger de profesora (no mucho porque yo ingresé tarde). Es un lujo tenerla. Lo que no dicen (porque no les conviene) los directivos y dueños de muchas de las escuelas de cocina con más publicidad de Argentina es casi todos ellos fueron sus alumnos. O sea, lo que saben es porque Alicia se los enseñó, pues ella tuvo la primera escuela de cocina en esta ciudad. Estudió en el Cordon Bleu, Francia, y trabajó con varios de los chefs más importantes del mundo, que no es poca cosa (si tienen curiosidad, busquen su CV por Internet).  Es una persona alegre, con gran pasión por la docencia y una referente en gastronomía nacional.


La lista de mis profes termina hoy con Maurice Lacharme, un francés alto, tranquilo y con tanta carrera gastronómica que abruma. Con sus antecedentes debe haber hay pocos en el mundo, incluso en Francia. Para tratar de abreviarla, hace esto más o menos desde los 16 años y tiene décadas de experiencia en restaurantes tres estrellas Michelin. Además de darnos algunas clases (es un lujo que pocos privilegiados podemos tener), es el director académico, creo, y quien nos toma los exámenes teóricos y prácticos. Larguísimos, exigentes, hay que saber TODO. El nivel de exigencia en los exámenes es muy alto, preguntan sencillamente todo (pero lo que se toma ha sido dado en las clases, no hay golpes bajos).  Como dicen mis compañeros: "Hacer el práctico con Maurice es como rendir el examen de fútbol con Maradona. Te evalúa el mejor de los mejores". (Yo adoro a Maradona, pero si a alguien no le gusta puede reemplazar su nombre por el futbolista mundial de su preferencia, Di Stéfano, Messi, Pelé, Ronaldo...).
Me falta hacer referencia a los otros profesores, Joaquín, Graciela... Otro día será.
Antes de irme, siento importante compartir que cada estudiante es tratado con respeto y que los profesores se preocupan por los alumnos, los aprecian y los conocen.
Si hoy alguien me preguntara dónde puede estudiar cocina para aprender y para dedicarse a esto en serio, no lo dudaría, le recomendaría la escuela de cocina de Alicia Berger (aunque una búsqueda por Internet no tenga tantas referencias a su escuela como se merece).

viernes, 13 de diciembre de 2013

La graduación de mis compañeros

Hoy mis compañeros recibieron sus diplomas de estudios. Todos están muy contentos y me siento muy feliz por ellos.
Fue muy emocionante verlos recibir sus diplomas y ver que los profesores tuvieron palabras muy especiales para casi todos ellos.

Florencia es sin duda la chica 10: sacó la máxima nota en los dos exámenes escritos (y que conste que eran exámenes de desarrollo  muy largos): había contestado mucho más de lo que le habían preguntado, explicó el profesor. Pero es que ella es así, cuando se dedica de lleno a algo, lo hace de corazón, se dedica con pasión y seriedad. No me extraña que haya sacado 10.

Mariela también fue reconocida muy especialmente, por su gran empeño, por estar siempre allí, aprendiendo, ayudando, con asistencia perfecta, por subirse al tren justo cuando este pasó. La verdad, es que siempre estuvo, silenciosa, con una sonrisa, presente en todo momento.

La pequeñita del grupo, Aixa, también recibió palabras especiales de agradecimiento. No solo es muy buena alumna, sino ayudante, y siempre se esmeró en todo lo que hizo. Me encanta que los profes sepan reconocer los méritos.

Norelkys fue especial, también. Hizo el curso embarazada, la chaqueta dejó de cerrarle, las piernas quizás le pesaban pero jamás nos lo hizo saber, mientras veíamos cómo el pequeño Matías le hacía crecer su panza cada vez más. Matías nació y Norelkys, feliz pero trasnochada con su bebito recién nacido, siguió viniendo a la escuela y preparó por su cuenta las clases a las que no había podido asistir. ¡Y lo hizo muy bien!

A Guillermo le cambiaron el nombre y hasta el apellido. Ya no es más Guille, sino Fede Garniture... Y nos encanta cómo le queda. Por eso el profe no supo muy bien si llamarlo Guillermo o Fede cuando le dio su diploma. Pese al cansancio con el que llegaba a las clases, tomaba un vasito de agua para despertarse y, tenaz, seguir adelante.

De Pedro recordaron que nunca tomó un apunte. Nos consta que, el último día de clase, se preocupó por conocer las respuestas.

A Roxana le reconocieron su empeño, por seguir adelante hasta conseguir el diploma, pese a que por cuestiones laborales tuvo que dividir los estudios en dos años. Para ella también era complicado el tema de los estudios pero perseveró.

De Paul y Gero, los profes no tuvieron mucho que decir de ellos pero para mi siempre destacaron por su buen humor, trabajo serio y por estar siempre en las clases, pendientes de todo y para encontrar algo divertido de cualquier situación. Si al terminar un día Paul no hablaba mucho o no hacía un chiste, sin duda alguna la clase de ese día había sido agotadora.  Gero es el compañero práctico, que resuelve y toma decisiones pero no habla mucho. Solo lo suficiente. Ni más, ni menos.

Me hubiera gustado que Lucho hubiera estado allí. Lástima que por razones personales no pudo seguir. Creo que tiene pasta de cocinero.

Compañeros, ¡felicidades a todos! Los extrañaré el año próximo.


Algunos de mis compañeros que se graduaron hoy con Alicia y Maurice:
En la foto, Florencia, Aixa, Paul, Roxi, Maurice y Alicia, Pedro, Gerónimo y Guillermo.



Los profesores, unos apasionados por la docencia, Agustín (nuestro profe oficial), Maurice (que decide si algo aprendimos pero igual sigue enseñando) y Graciela (siempre disfrutando lo que hace) con Mariela y Norelkys.


Un abrazo conmovedor, a todos se nos piantó un lagrimón.