A medida que avanza a mi formación gastronómica formal y semiformal (ya encontraré el tiempo de referirme a ella), vuelven a mi memoria toda clase de recuerdos de Caracas que me hacen sentir, de cierta forma, privilegiada y adelantada para la época.
Hoy comer sushi, aunque caro por los ingredientes o por la mano de obra que implica, no es extraño, ni siquiera impensable. La comida japonesa ha pasado a formar parte del paisaje gastronómico natural de las grandes ciudades latinoamericanas. Treinta o treinta y cinco años atrás, sin embargo, ese paisaje era otro.
El azar quiso que en la cátedra de Moderna II, de la facultad de Arquitectura donde daba clases mi papá, hubiera otro argentino y se hicieran amigos. Muy amigos. Papá decía que no era amigo de argentinos en el extranjero solo porque fueran argentinos: él solo tendría amistad con quienes sería amigo de haberse quedado en Argentina y Alberto Sato era una de esas personas. Me atrevería a afirmar que fue la familia que uno elige, con quien se pasa el Año Nuevo, con quien se comparten todos los momentos, buenos y malos.
Como familia, como amigos, compartíamos con Sato, un "argentino con cara de japonés" que hablaba con un rajadísimo acento argentino y por el que amigas suspiraban en secreto, muchas comidas. Creo que yo trataba de no perderme ninguna porque todo lo que hacía era sublime, misterioso, novedoso y perfecto. Además, yo adoraba verlo en su cocina perfectamente diseñada preparando los platos con entusiasmo. No sé si preparaba "sushi" o qué, sí era comida japonesa. No tengo presente haber visto los clásicos rolls ni el niguiri en su casa pero sí, sin embargo, que usaba algas. Las algas tenían un remoto origen, exótico: se las mandaba una tía de Japón. ¡Era tan lejos Japón en aquella época! No entendíamos cómo podían llegarle las encomiendas en un país donde no había mucha confianza en el correo.
Conocí el jenjibre, el nabo, el wasabi. Con ellos preparaba unas salsas que, nos decía, eran muy fáciles de hacer: solo había que rallarlas "y lo que no se come queda de este lado del rallo", nos explicaba. El picante del wasabi, afirmaba, es distinto al del chile porque se siente "arriba" y no en la lengua. ¡Y era tan cierto! Lo comprobábamos divertidos comiendo algo con cantidades enormes wasabi que nos dejaba sin respiración. ¡Y lo considerábamos un placer, sí! Eso sí, para que no perdiera el aroma, mientras esperábamos la comida había que guardar la pasta recién preparada con el platito hacia abajo.
Me pregunto si es por su formación de arquitecto, por su origen japonés o simplemente era un talento natural pero la estética de sus platos también quedó en mi memoria. El emplatado le surgía natural, los colores eran armónicos, la presentación ¡envidiable!
Yo adoraba una especie de bollitos cocidos al vapor rellenos con puré de caraotas (frijoles negros). Ese era mi plato preferido. Creo que nunca volví a comerlos tan ricos, ni siquiera en fiestas japonesas a las que he asistido.
Otra cualidad de Sato era la pasión por la preparación de los platos y la facilidad con la que hacía todo. Era hermoso verlo con los ojos brillantes, apasionados, siempre sonriendo, haciendo algo, y creo que todo quedaba más rico si lo preparaba él, aunque compartiera con nosotros el secreto que que la fondue la había preparado "de cajita, bien rapidito".
Querido amigo Sato, sinceramente, agradezco esos y muchos otros momentos compartidos en familia. Desde el Río de la Plata te mando un abrazo que cruza Los Andes y llega hasta el Pacífico.
P.D. Luego de publicada esta entrada, mi hermana me confirma que también ella tiene estos recuerdos y, además, fue el "Japo" quién nos enseñó a usar los dos palitos. Realmente, no sé cómo fue que omití escribir ese detalle.